“¡Esta heladera no enfría, tío!”, recuerdo que dijo un amigo español al sacar la última birra de arriba durante nuestro primer encuentro post pandémico en mi casa, hace poco. Empezó a sonar una canción (siempre pasa lo mismo, suenan canciones) y por negación o instinto de supervivencia, le resté importancia a su comentario, como si jamás hubiese existido. 

Algunos días después, abro el freezer y la realidad me electroshockea: se confirma aquella fatalidad doméstica que mi amigo español había profetizado. Siete u ocho estalactitas cuelgan en forma de fila horizontal sobre la entrada superior. Parece la pancarta de una marcha integrada por obreros rebeldes, desangelados y marginales de agua fantaseando volver a su origen, regresar a su Oktubre líquido. También parece un pórtico que tal vez anuncie: ¡bienvenidos a esta caverna psicoelectromecánica!

Se ven dos cubeteras sanas y una rota, bolsas de pan francés cortado al medio, tapers con sopas o guisos, pedazos de carne asada envueltos en papel film, un paquete dudoso (aunque sus colores me linkean a sobras dulces de algún cumpleaños olvidable), pan rallado que sale de un plástico roto, una botella de vodka barato casi llena, medio vacía.

La imagen me hechiza y decido no cerrar el freezer, aun sabiendo las consecuencias, el supuesto caos de algo en progresiva disolución.

Prefiero entregarme porque no se trata de imagen ni de caos. Una imagen es estática y esto, algo cinético, hay movimiento y (me doy cuenta recién unos minutos después) también hay música. El caos es un estado de confusión o desorden, y esto más bien parece espontáneamente planificado.

Entonces acomodo el sillón frente al freezer abierto y me sumerjo en la experiencia videoclip: nieve artificial desplomándose dentro de un recuadro enchufado a 220 voltios como si fuese una obra audiovisual supeditada al fonograma del concierto noise que suena afuera y adentro: allá, en aquellas galaxias sospechosamente íntimas; acá, en estas moléculas inexplicablemente lejanas.

“El arte imanta la vida”, recuerdo que dijo mi amigo español antes de sacar la última birra de arriba durante nuestro primer encuentro post pandémico. O tal vez no fue él. O tal vez nadie lo dijo nunca.

Entrecierro los ojos para reconstruir una probable hoja de ruta de cómo demonios llegué hasta acá, pero no funciona.

Abro los ojos y, mirando el espectáculo del freezer, ahí sucede todo.

La pantalla psicoelectromecánica ofrece un especial de los videoclips que gobernaron mis fantasías, mis desilusiones, mis tristezas, mis alegrías, mis dudas, mis deseos, e incluso mi goce, desde que era un chico aún miedoso por la oscuridad (Michael Jackson, Madonna, A-Ha, Billy Idol, Cindy Lauper, Europe) hasta mi era adolescente fetichizada por la oscuridad como concepto estético (Bauhaus, Siouxsie & The Banshees, Cocteau Twins, The Jesus & Mary Chain, The Cure, Joy Division).

Además cruza mi época de rapero televisivo: a los catorce canté unas estrofas en el programa Top Ten que salía en canal 9 los domingos a las 12 del mediodía, conducido por Jazzy Mel. Al otro día en la escuela industrial, los compañeros rockers/machirulos/ortodoxos de mi curso me hicieron bullying y hasta un profesor de taller apellidado Ayuso dijo, buscando humillarme delante del resto, que esa música de mierda que yo escuchaba era algo pasatista, que seguro en uno o dos años ya pase de moda. Hablamos del año 1989. Hablamos del rap y su proyección desde aquel momento hasta hoy. Hablamos de la alienación imbécil. En esa época amaba Beastie Boys, Public Enemy y RUN DMC.

La pantalla psicoelectromecánica también me recuerda cuando armé un Club de Fans de dos bandas que no conocía ni el loro: Information Society y Dead or Alive. No recuerdo bien el por qué de su origen, pero dos o tres videoclips que había visto me encantaban: sentía que ahí había algo nuevo, tan difícil de explicar como aquellos misterios amorosos que empezarían un tiempo después, al reemplazar las paparruchadas del fanatismo por los vaivenes eróticos.

Por supuesto, siempre sonaban canciones, siempre habían videoclips rotando 24 horas en mi sensibilidad que intentaba autogobernarse para seleccionar algún tipo de rumbo específico. Pasó el tiempo. “¡Vaya que han pasado unos cuantos años, tío!”, diría mi amigo español. A veces me siento viejo, otras veces no puedo soltar el impulso joven, como si MTV aún siguiera transmitiendo aquellas obras de arte audiovisuales y todavía no existiese el concepto reality show. Y no es melancolía. Todo lo contrario. Es 100% pulsión.

En 2018 publiqué un libro llamado Bailar es revolución en la era del mal  donde mi principal influencia fueron los videoclips de The Chemical Brothers. El mismo año salió Las rocas y las bestias, novela desarrollada a partir de la estética Vaporwave y el cine de David Lynch.

Bueno, esto no es novedad, a todas y a todos nos pasó lo mismo: en 2020 vino la pandemia, y antes pasaron un montón de cosas, y mientras tanto siguieron ocurriendo tantas otras. 

Pero ahora, durante el show del inconsciente que se descongela en el freezer, descubrimos nuevas posibilidades: moléculas inexplicablemente íntimas, galaxias sospechosamente lejanas.

Después, claro, la realidad siempre nos seguirá electroshockeando con mambos de vacilación cotidiana. Esos instantes donde lo sólido transforma su estado y todo pareciera derretirse frente a nosotros como si fuera un espectáculo ajeno de nuestra propia decadencia.

Sin embargo, mientras sigan sonando canciones jamás desaparecerá el impulso por contar historias audiovisuales para expandir su flash y agregar nuevas capas de sentido a la vida misma.

¡Hola! Mi nombre es Esteban y a partir de hoy inauguramos un modo para dialogar por telepatía, un tablero ouija con los aún vivos, un transmisor desenchufado que manda y recibe señales extraordinarias, en este espacio hermoso llamado Filmar Música.

¡Bienvenidxs a la imaginación como tecnología!

 

Es escritor, editor y activista cultural. Dirige el sello Clase Turista y coordina Zona Futuro en la Feria Internacional del Libro Buenos Aires. Se dedica a explorar distintos formatos narrativos que cruzan literatura, cine, música, videojuegos, podcast y cómic.

Sus últimos libros son “Twin Peaks: fuego alucina conmigo” (IndieLibros, 2021), “Manual de supervivencia para el fin del mundo” (Asunto Impreso, 2020, junto a Lorena Iglesias e Iván Moiseeff), “Las rocas y las bestias” (Marciana, 2018), “Bailar es revolución en la era del mal” (Caleta Olivia, 2018), “La cuarta dimensión del signo” (Alto Pogo, 2016) y “El alud” (Mansalva, 2014).

También escribe en #CulturaLadoB, el espacio que rescata lo más vibrante del circuito alternativo, para Infobae Cultura.

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